lunes, 14 de junio de 2010

HANS CHRISTIAN ANDERSEN Y EL SOLDADITO DE PLOMO


"Es precioso ¿verdad?, un objeto de tanta belleza, sólo puede hacerse con mucho amor, nuestro cuento de hoy es un cuento de amor"...así empieza el video en el que Hans Christian Andersen, muestra a los niños el corazón del soldadito de plomo.

El soldadito de plomo es un cuento que siempre me gustó, y me tocó el corazón, ni siquiera el fuego pudo fundir el corazón del soldadito que tanto amaba a la bailarina, así es el amor cuando es verdadero, porque nada puede terminar con él, siempre me gustaron los cuentos de hadas y los cuentos en general, incluso ahora en las que me resisto a crecer del todo, y trato de mantener en mi esa ilusión y fantasía a la que no quiero renunciar, creo que la vida es mitad sueño, mitad realidad, tenemos que tocar de pies al suelo por nos lo exige el guión, pero me gusta tener siempre las alitas a punto, bien brillantes y preparadas para elevar el vuelo en cualquier momento, me siento bien en el país de nunca jamás, y soñar que la vida es como un sueño, los sueños realmente forman parte de mi vida, que no hay nada imposible, y que las Hadas están ahí aunque no siempre podamos verlas, sino dejáramos volar nuestra imaginación, nuestras ilusiones se evaporarían.

Hans Chrisitian Andersen nos legó una buena colección de cuentos, hoy os dejo esta historia de amor...la del Soldadito de Plomo, seguro que tod@s la conocéis, pero me gusta recordarla.

Un beso.




Hans Christian Andersen

(Odense, Dinamarca, 1805 - Copenhague, 1875) Poeta y escritor danés. El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y Hoffmann.

Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios. En 1819, a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo. La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito.

Sin embargo, con la ayuda de personas adineradas, logró estudiar, y en 1828 obtuvo el título de bachiller. Un año antes se había dado a conocer con su poema El niño moribundo, que reflejaba el tono romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes. En esta misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.

El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En España).

En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras, piezas teatrales como El mulato y una autobiografía, La verdadera historia de mi vida.



Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de cuentos. Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.


Un día de 1844 escribió: “Hace veinticinco años llegué con mi atadito de ropa a Copenhague, un muchacho desconocido y pobre: y hoy tomé chocolate con la Reina.”

Dirigidas en principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, los cuentos de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos.

En la línea de autores como Charles Perrault y los hermanos Grimm, el escritor danés identificó sus personajes con valores, vicios y virtudes para, valiéndose de elementos fabulosos, reales y autobiográficos, como en el cuento El patito feo, describir la eterna lucha entre el bien y el mal y dar fe del imperio de la justicia, de la supremacía del amor sobre el odio y de la persuasión sobre la fuerza; en sus relatos, los personajes más desvalidos se someten pacientemente a su destino hasta que el cielo, en forma de héroe, hada madrina u otro ser fabuloso, acude en su ayuda y la virtud es premiada.

La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a la rápida popularización de éstos, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal.

Entre sus más famosos cuentos se encuentran El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y pintura.

(Fuente: Biografías y Vidas)
SILENCIAMOS DEEZER




EL SOLDADITO DE PLOMO

(Este es un cuento de amor)
(Fuente: internet)

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.


Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.



En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una. Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.”


Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.
De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.


—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.

—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.

"Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro."

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.

—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!



Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.

—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:


¡Adelante, guerrero valiente!

¡Adelante, te aguarda la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

—¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.


Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.

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SILENCIAMOS DEEZER